por Jorge Raventos
Mientras internamente empieza a debatir su futuro, a imaginar líderes alternativos y a aprestar alineamientos en el el probable escenario de una derrota que lo desalojaría del gobierno, el oficialismo intenta que la vertiginosa caída de agosto no se reproduzca en octubre. O que, si se repite, la derrota no sea tan catastrófica y se pueda salvar plazas del naufragio.
La apuesta oficialista reside ahora en trabajar el músculo competitivo sin que ello se traduzca en la tensa agresividad de la etapa anterior, signada por una estrategia de polarización e incompatibilidad que terminó fracasando.
Comienza una romería de marchas en treinta puntos (ciudades, pueblos, barrios) en los que Juntos por el Cambio quiere afirmar su presencia y, en algunos casos, recuperar predominio. El objetivo de mínima: conservar enclaves y garantizar una nutrida fuerza parlamentaria para ejercer, en su momento, el control de gestión del próximo gobierno.
Los senderos que se cruzan
Las circunstancias aconsejan competir con moderación. A cuarenta días de las elecciones que deben oficializar el nombre del próximo presidente del país, la economía sigue pintando de gris el paisaje. El INDEC recordó esta semana que la desocupación trepó al 10,6 por ciento en el segundo trimestre (2.050.000 personas, de las cuales una de cada tres busca infructuosamente empleo hace más de un año); por su parte, la subocupación (personas parcialmente ocupadas que buscan trabajar más) llegó al 13,1 por ciento, afectando a 2.530.000 personas. Ese cuadro, como el que pintan las estadísticas de pobreza, explica las crecientes movilizaciones sociales mejor que cualquier teoría conspirativa.
La hondura de la crisis mezcla las cartas y obliga a las fuerzas que compiten por el poder a compartir tareas y hasta a despojarse de actitudes puristas. Ahora el gobierno, por ejemplo, pone en práctica medidas que en otro momento demonizaba: la necesidad tiene cara de hereje.
La transición tiene su propia lógica. Aunque en la Casa Rosada siguen evitando la palabra transición, este proceso que se inició en agosto tras el triunfo de Alberto Fernández en las elecciones primarias, sigue progresando. Hernán Lacunza, el último ministro de Economía de Mauricio Macri, es, si se quiere, el lazarillo que orienta la salida de un gobierno y prepara la asunción del siguiente. Muchas de las medidas que van apareciendo en esta etapa de extrema debilidad son malos tragos que se ahorra la administración que (según un fixture que también podría ser condicionado por la crisis) debería comenzar en diciembre.
La intención buenista de mantener congelados hasta noviembre los precios de los combustibles fue rectificada ante la presión de los grandes productores y la incipiente amenaza de desabastecimiento. Si no lo decidía este gobierno, ese reajuste ineludible habría quedado para el próximo, presumiblemente el de Fernández.
Desafiando las ortodoxias de que hacía gala Cambiemos, el cepo se ajusta y las rigideces cambiarias afectan ya hasta a los profesionales de clase media y a los pequeños emprendedores que venden servicios al exterior, ahora obligadamente pesificados. El próximo Presidente necesita que las reservas no se dilapiden. El actual, que sus últimas semanas no se acorten ni se anarquicen.
Lacunza hace lo que puede por trazar su diagonal entre la indispensable gobernabilidad que se requiere para terminar en paz el período de Macri y las condiciones que formulan los equipos de Fernández.
También es una señal de que la transición progresa la cuasi unanimidad con que se aprobó en el Congreso la emergencia alimentaria. El rostro de la pobreza, que evocó en Salta monseñor Mario Cargnello ante Mauricio Macri, es demasiado elocuente como para formular reparos. En especial en tiempo de elecciones y cuando los movimientos sociales se movilizan.
La transición no puede intentar más que parches de urgencia; para el próximo gobierno queda la tarea de afrontar reformas de fondo que detengan y reviertan una caída que acompañó ominosamente el desarrollo de la democracia recuperada en 1983.
Escuchar al otro
Volver a crecer en serio no será tarea sencilla ni breve, pero es indispensable invertir la tendencia. Hacerlo reclamará decisiones fuertes: mientras no se crece, lo que a algunos les mejora la vida es un costo que otros deben afrontar. Se tensa la puja por el reparto.
La ortodoxia económica insiste, desde su costado de razón, en que es preciso ajustar el gasto. Pero cuando el ajuste se sostiene en el descenso de los salarios, el achique de la inversión y el incremento de los gravámenes, el sueño de la razón se vuelve una pesadilla insostenible.
La política debe encontrar caminos que permitan el compromiso entre la razón, la sensatez y la sustentabilidad política. El gobierno que se va, a regañadientes y forzado por una derrota concluyente, admite ahora que no supo calcular la intensidad del esfuerzo que su modelo económico imponía a la sociedad. El precio de esa falta de cálculo es la caída.
No es, sin embargo, el único costo. La sociedad afrontó ese enorme esfuerzo, pero el país no está mejor. Está endeudado y desfinanciado, su producción ha caído (salvo en aquellos sectores que se apoyan en fuertes ventajas comparativas). Se necesita una etapa de acuerdo y coincidencias, hay que contener la puja distributiva mientras se intenta salir del pozo. Pero entretanto hay que sostener a los que están más hundidos y crear soluciones que pasen por el trabajo y la producción. Eso hay que pagarlo. Y la presión tributaria ya es insostenible.
Frazada corta
La frazada es corta. El consumo representa el 70 por ciento de la economía: activa la producción y el empleo. Pero el estímulo del consumo interno no es la panacea: la producción requiere importar (máquinas, insumos, etc.) y eso supone tener dólares. Como no hay confianza no hay financiación. Todo programa de crecimiento requiere financiación, que proviene del ahorro, de los préstamos y del mercado. Y para conseguirla hay que atraerla, sea con una tasa de interés razonable, con la posibilidad de obtener ganancias. Los dólares para importar máquinas y tecnología sólo pueden venir de la exportación. Y estimular la exportación no empuja precisamente a que el dólar se abarate. Dólar más alto equivale a precios altos.
Exportar exige, además, ser internacionalmente competitivos: producir mejor y más barato. Es decir, bajar la presión impositiva, introducir reformas en la legislación y los sistemas laborales.
El camino que el país tiene por delante necesita acuerdos básicos: aun en el curso de una intensa puja electoral, aun en la atmósfera amarga generada por la llamada grieta, esta transición está demostrando que la colaboración es posible. Sea por convicción o por necesidad.
Quienes se disponen a gobernar ya anticipan que, aunque promoverán rápidamente un cambio de tendencia, serán indispensables la paciencia y la tolerancia. Contra el autoincriminatorio lugar común que sostiene que la Argentina no aprende de sus errores, los argentinos, políticos incluidos, están mostrando que pueden corregir y refrenar los excesos propios, dar un paso al costado cuando es preciso, buscar el camino de la moderación.
Hay, por cierto, ejemplares de soberbio rencor recalcitrante que rechazan toda coincidencia con aquellos a quienes -desde la sedicente castidad de su facción o desde su empinado ego-, caracterizan como Mal absoluto. Pero la realidad clama por cooperación, inclusive la que se disimula Esta Argentina necesita competitividad y competencia. No soporta más resentimiento.